Para los niños el tiempo no existe, la vida es una eternidad. Los adolescentes vislumbran el fenómeno y el adulto lo padece, se somete a él y elabora teológicas alternativas al intentar eludir su inexorable marcha. Los ancianos sienten que el tiempo transita enloquecido en desbocada carrera.
Si el tic tac del reloj es siempre un segundo: ¿Por qué tan disímiles apreciaciones? Ocurre que el humano sabe siempre por comparación. Se puede decir que algo es grande porque otra cosa es chica, así también acontece con el frío y el calor, áspero y liso, lindo y feo, atrevido y recatado. No es posible adjetivar sin referencia alguna.
El niño confronta sus cinco añitos con su vida y ese lapso es todo su existir, es muchísimo. En cambio, para los ancianos que festejan su centenario el último año vivido es tan sólo una centésima parte de su presencia en este mundo, es muy poco. De allí que los adultos mayores dicen en diciembre: “no sé, pero para mí, cada año pasa más rápido”.
El gran poeta nicaragüense Rubén Darío plasma la emoción inocente de esos tiempos eternos en sus versos:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.
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